24.05.2024

¡Argentina!: La Revolución de Mayo y la medicina

Al calor de las aún frescas y gloriosas gestas de 1806 y 1807 cuando los criollos derrotaron los intentos del invasor inglés que pretendía apoderarse de las tierras rioplatenses, el 25 de mayo de 1810 fue una de las fechas patrias más importantes para la República Argentina, con el estallido de la Revolución de Mayo, una hazaña histórica que concluyó en la constitución de la Primera Junta de Gobierno que depuso la autoridad del virrey español Baltasar Hidalgo de Cisneros sobre el Virreinato del Río de la Plata.

Los eventos que concluyeron el 25 de mayo de 1810 ocurrieron durante la denominada «Semana de Mayo», cuando los patriotas tomaron el control del Gobierno. 

Este fue el inicio del proceso de surgimiento del Estado Argentino, que proclamaría su independencia recién 6 años después, el 9 de julio de 1816*.

Para conmemorar fervorosamente la fecha, que nos permitió más adelante tener identidad como Nación, la NOTICIA DEL DÍA, hoy hará una reseña de la situación de la Medicina a más de 200 años de aquéllos históricos acontecimientos.

Para ello transcribirá un artículo publicado en diciembre de 2010 en FABA informa, el órgano de la Federación Bioquímica de la Provincia de Buenos Aires, titulado La Revolución de Mayo y la medicina** escrito por Irina Podgorny.

Irina Podgorny es Doctora en Ciencias Naturales de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo, de la Universidad Nacional de La Plata; Profesora de historia de la ciencia en las maestrías de la Universidad de Quilmes; Investigadora independiente del Conicet y Research Fellow en el Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia, Berlín.

“El Comité de Redacción de Acta Bioquímica Clínica Latinoamericana ha seleccionado este artículo publicado en CIENCIA HOY – Volumen 20 Número 118 (agosto – septiembre 2010), para su difusión a través de FABA Informa”

Continúa:

“Los cambios políticos de la década de 1810 crearon las condiciones en que transcurrieron tempranos estudios de medicina en Buenos Aires, llevados a cabo bajo el impulso de la demanda militar de médicos para las guerras de la independencia.

Muchos entusiastas de la llamada visión externalista de la ciencia difundieron la idea de que ésta constituye una expresión directa de los sucesos sociales, y que las disciplinas y las instituciones se modifican según acontecimientos externos a ellas.

Esa reducción dio lugar a una historiografia que asocia de manera causal los hechos de la historia política con los cambios en las ideas y en las prácticas; según ella, las revoluciones, los golpes de Estado y los gobiernos pueden servir para marcar los períodos que caracterizarían el devenir científico.

En el caso argentino, esa tendencia se sumó a una historia proclive a centrarse en el discurso político, en la que la búsqueda de legitimidad y la propaganda se confunden con los hechos. 

Además de otros cuestionamientos que se puedan hacer, este tipo de trabajos históricos omiten las continuidades -y discontinuidades- fácilmente perceptibles por una mirada más sosegada.

Como en Los miserables de Victor Hugo o en El gatopardo de Giuseppe di Lampedusa, las prácticas y los actores -salvo intervención drástica de la guillotina- pueden atravesar los sacudones políticos, esconderse en la jerga de los publicistas del nuevo orden y aprovecharse de éste para su supervivencia. 

Por eso, en el año del bicentenario de la Revolución de Mayo, cabe preguntarse quiénes fueron los actores de la ciencia revolucionaria.

Este artículo considera dicha pregunta para el caso de la medicina, y permite entender, con la calma que da una perspectiva de dos siglos, que la frase de Tancredi, sobrino del príncipe Fabricio de Salina, de que todo debe cambiar para que permanezca igual, se puede extender mucho más allá de las costas sicilianas.

Hace varios años, Jorge Gelman se refirió al ingeniero militar español Pedro Andrés García como un funcionario en busca del Estado. 

Radicado en el Plata desde el virreinato de Cevallos, en 1810 García puso su pericia al servicio de los nuevos gobiernos. 

La expresión de Gelman condensa la dimensión del asunto que plantea esta nota: muchos de los médicos militares, sacerdotes, ingenieros, profesores de las universidades de Córdoba y Chuquisaca, en resumen, los funcionarios locales de la administración española que decidieron ponerse al servicio de la Revolución, supieron reconocer que este tipo de acontecimientos generaba oportunidades para establecer vínculos con el poder emergente.

Sin embargo, los médicos Cosme M. Argerich, Francisco de Paula del Rivero, Cristóbal Martín de Montúfar, James Paroissien y Joseph Redhead; los presbíteros Saturnino Segurola, Dámaso Larrañaga y Bartolomé Muñoz, o el ingeniero García, entre otros, pudieron constatar que la búsqueda de una nueva legitimidad no siempre resultaba exitosa, sobre todo cuando los cambios y los conflictos internos asumían un ritmo para el cual el saber y la pericia técnica no parecían tener destinatario.

La expresión de Gelman recuerda asimismo que un nuevo orden se establece con los actores del antiguo y que, por ello, no debe sorprendernos que las prácticas de la burocracia colonial sobrevivieran en los discursos revolucionarios. 

Mientras el papel sellado carolino y fernandino siguió usándose hasta ocho años después de la Revolución, las estructuras de gobierno. lo mismo que los funcionarios y técnicos de la colonia, sobrevivieron mucho más, sea por las necesidades del poder, su capacidad de adaptación o la convicción revolucionaria de los protagonistas. 

Las instituciones y las prácticas médicas, así como los profesionales de la actividad, continuaron con pocas modificaciones las tradiciones coloniales, pero hicieron de la Revolución un laboratorio para reformular sus vínculos con el poder. 

En ese sentido, este artículo se enrola en las nuevas visiones historiográficas que se preguntan si Mayo de 1810 constituyó, verdaderamente, una bisagra de la historia y de qué tipo, si así lo fue.

Los médicos de Buenos Aires

Desde 1779, el Protomedicato, con sede en Buenos Aires, se había erigido en la institución encargada de la salud pública y la habilitación de los médicos. 

En 1803 veintisiete médicos y cirujanos estaban habilitados para ejercer como tales en el área de influencia de la capital virreinal, que sumaba entonces unos cuarenta mil habitantes. 

Varios médicos y cirujanos de la marina o el ejército españoles aprovecharon sus viajes para afincarse en plazas donde se podían establecer y formarse una copiosa clientela civil. 

Por lo general, para desvincularse de sus obligaciones militares alegaban problemas de salud, por ejemplo los típicos de la vida en los barcos, cuyos síntomas conocían y podían simular a la perfección.

La práctica de la medicina en Buenos Aires, como estos médicos sabían, era dificil de controlar desde Lima, Madrid o la Real Audiencia de Charcas, centros que, hasta la creación del Protomedicato local, administraron la medicina de las provincias del Tucumán y del Plata. 

A inicios de siglo XIX, esa última institución propuso establecer estudios de medicina en la ciudad, con un programa de seis años basado en el de la renombrada escuela de Edimburgo, donde se formaron Richard Owen y Charles Darwin en la década de 1820 y, antes, Joseph Redhead, el médico de las campañas de Manuel Belgrano y depositario póstumo de su reloj.

Los primeros cursos se realizaron en 1801 y estuvieron a cargo del irlandés Michael O’Gorman (1749?-1819) y el español Agustín Eusebio Fabre (1729-1820). 

El segundo, responsable de enseñar cirugía, fue reemplazado en 1802 por Cosme Mariano Argerich (1756-1820). 

O’Gorman había estudiado en Reims y París. 

Desempeñándose como médico en Madrid, en 1774 fue incorporado al cuerpo de sanidad de una expedición militar a Argelia; dos años más tarde se embarcó en la expedición de Santa Catalina contra los portugueses (comandada por Pedro de Ceballos), que llegó al recién establecido virreinato del Río de la Plata. 

Se asentó en Buenos Aires y adquirió reputación atendiendo a las familias más importantes de la administración colonial. 

Fabre, por su parte, había recibido su entrenamiento como cirujano en el Real Colegio de Cádiz y al concluirlo ingresó en la Real Armada Española para desempeñarse en barcos que viajaban a las Filipinas y al Perú. 

Llegó a Montevideo en 1774, donde abandonó la marina para asentarse en Buenos Aires y adquirir abundante clientela civil y eclesiástica. 

Por su lado, Argerich, hijo criollo de un medico catalán, estudió en la Universidad de Cervera, en Cataluña, de donde egresó a Buenos Aires en 1784; ejerció como médico de policía, conjuez examinador del Protomedicato y secretario de éste. 

Tanto Fabre como O’Gorman enfrentaron varios conflictos con la administración colonial, por el abandono de sus obligaciones militares el primero, y su ‘nacionalidad extranjera’ el segundo. 

No obstante, ante la falta de galenos -fenómeno repetido en los años revolucionarios-, lograron la protección de los virreyes, quienes defendieron su buen nombre y les obtuvieron cargos oficiales.

Sin embargo, los estudios de medicina no lograban atraer interesados en el Plata: en la segunda camada de 1804 hubo cuatro inscriptos; en las de 1807 y 1810, ninguno. 

En 1812, la escuela tenía en total tres estudiantes por graduarse, que practicaban en el ejército. 

Las aulas se transformaron en depósitos de material bélico y, en mayo, el gobierno canceló los pagos de los profesores hasta que esos gastos demostraran su utilidad. 

En diciembre, el Triunvirato nombró una comisión para establecer un colegio de ciencias, a costearse con los fondos del de San Carlos y del Seminario Conciliar, instituciones que, según las nuevas autoridades, debían fusionarse o desaparecer.

Argerich, por su lado, propuso reorganizar los estudios de medicina y, en un marco de guerra en expansión, unió su enseñanza con las necesidades sanitarias del ejército revolucionario y las fibras más hondas de la juventud. 

En un trabajo citado entre las lecturas sugeridas, Alberto Palcos señaló que para Argerich ésa representó la única forma de asegurar la supervivencia de la escuela de medicina: vincularla con el ejército y darle estatuto militar. 

En mayo de 1813, la Asamblea estableció un Instituto Médico bajo su dirección y el 14 de junio le otorgó carácter militar. 

En abril de 1814, los profesores le dieron un reglamento, establecieron su organización y fijaron la del cuerpo de médicos militares.

El programa del Instituto comprendía seis años de estudios, con cursos (citados según sus nombres de época) de anatomía y fisiología en el primero; patología general, semiología, elementos de química farmacéutica, terapéutica y materia médica en el segundo; un tercer año dedicado a cirugía patológica, el cuarto a enfermedades internas y el quinto, a enfermedades de los huesos, partos y medicina legal. 

El sexto año se dedicaba a prácticas. Los profesores continuaban siendo los de la escuela colonial: Montúfar, Fabre y Argerich. 

Los conocimientos, la descripción de enfermedades y las maneras de operar eran los de las escuelas europeas del siglo XVIII.

Los cirujanos de la Revolución y la guerra

Para esos profesores, el principal problema residía en que los graduados no querrían enrolarse en el ejército. 

Aun cuando ello fuera obligatorio, recurrirían a todos los recursos imaginables para evitarlo, hasta la simulación de enfermedades. 

Como remedio, y dado el creciente prestigio y la movilidad social de los oficiales, dichos profesores propusieron que los médicos tuviesen ese rango militar y salarios acordes con su jerarquía.

También diseñaron un uniforme, con vivos de terciopelo y ojales de oro cuya cantidad variaba según el grado; contrariaba los principios más modernos de higiene militar y parecía seguir, en cambio, los modelos tradicionales de la administración española.

Tulio Halperín Donghi señaló que el mismo gobierno revolucionario se había ocupado de la reforma de los uniformes militares, y que lo había hecho sin respetar el espíritu de simplicidad republicana impuesto a los cuerpos civiles de la administración pública. 

Los conflictos por obtener el privilegio del uniforme militar para los médicos se inscribe en lo anterior, pero también en las estrategias de los profesores para lograr visibilidad y honores en el nuevo orden.

Los argumentos empleados en abril de 1814 para atraer estudiantes y convencerlos de las ventajas de ingresar en el ejército enfatizaban aspectos como los ornamentos del uniforme y la mejora social ligada con el sueldo fijo del empleo estatal. 

En mayo de 1814, el presidente del Consejo del Estado desechó la propuesta de los profesores con el argumento de que sólo buscaba obtener honores, premios y privilegios para ellos. 

El gobierno insistió, en cambio, en las obligaciones de los profesores, en organizar la sanidad militar y en mejorar los hospitales, tanto civiles como militares. 

Sostuvo, también, que el Instituto debía proveer cirujanos al ejército revolucionario y dar asesoramiento en materia de higiene de la tropa, así como sobre la invalidez de los heridos de guerra y la carga que estos significarían para el Estado una vez instalada la paz.

En la década de 1810 abundaron los conflictos de autoridad en el gobierno, en el ejército y entre el Instituto y el Protomedicato a cargo de O’Gorman hasta 1816: se efectuaron nombramientos por encima de la autoridad del cirujano mayor de los ejércitos nacionales, hubo alumnos del Instituto que terminaron sus estudios examinados por la autoridad civil y oficiales -como San Martín- que se ocuparon por las suyas de la sanidad de su tropa o desconocieron el grado militar de los cirujanos.

El Instituto empezó a padecer el poco interés despertado por la cirugía militar, vista como una profesión de baja jerarquía social. 

Además, como lo manifestó Argerich, en 1819 sólo tres profesores cumplían con la condición de haber nacido en América, impuesta por el Directorio. 

Su hijo Francisco Cosme, cirujano del ejército, nacido en Cataluña, no era uno de ellos. 

La mayoría de los cirujanos de Buenos Aires poseían cargos fijos y estaban exentos, por esa razón, de ser incorporados a las filas. 

Otros sufrían enfermedades, o se trataba de septuagenarios, o eran simplemente ineptos para cuidar la apreciable vida de los beneméritos defensores de la patria. 

Quizá por esto, hacia septiembre de ese año el Directorio solicitó a Argerich y éste al protomédico Justo García Valdés una lista de cirujanos extranjeros presentes en la ciudad que pudiesen servir en los ejércitos nacionales.

La aversión a ser reclutado como cirujano militar muestra que el ejército no parecía ser el destino más deseado por los jóvenes médicos, pues los sometía a la permanente experiencia de la muerte y a la posibilidad de causarla o padecerla. 

Los diplomados, los estudiantes y los antiguos cirujanos de los hospitales betlehemitas evitaban por todos los medios prestar servicios en la guerra, incluso movilizando influencias o presentando excusas ficticias. 

Las solicitudes de licencia y pedidos de excepción invocando motivos de salud abundan en los legajos del Archivo General de la Nación. 

En esto, como testimonian los trabajos reunidos por Eduardo Míguez, los médicos no diferían demasiado de los campesinos o de los hombres de la ciudad arrastrados al campo de batalla. 

La única diferencia radicaba en que podían simular con precisión los síntomas de las enfermedades aducidas.

La doctrina de la medicina militar consideraba que la guerra y las personas afectadas constituían una de las causas más importantes de enfermedad, sin embargo, olvidaba mencionar que el temor de los hombres del común o del médico de tropa a ser enrolado generaba otras enfermedades cercanas a la hipocondría. 

Las necesidades de la guerra pudieron servir para justificar la supervivencia de la escuela de medicina pero no lograron interesar a los jóvenes en un ejército cuyos mandos y oficialidad estaban, además, divididos según facciones políticas y, a veces, no sabían definir quién era el enemigo. 

Así, en octubre de 1819, Victorino Sánchez, natural de Buenos Aires y alumno del Instituto Médico militar, seleccionado con el fin de ser incorporado al Ejército del Tucumán, argumentó para excusarse que tenía una constitución física propensa al chucho (paludismo) y que carecía de los necesarios conocimientos por no haber concluido sus estudios, pues le faltaban algunos tratados de la medicina (en la jerga de hoy, algunas especialidades). 

Subrayó, no soy un facultativo, sino un mero alumno. 

Agregó que constituía el único sostén de sus padres ancianos y carentes de fortuna. 

En caso de rechazarse su pedido, Sánchez pidió que se ordenara al Instituto otorgarle los despachos correspondientes de haber practicado y concluido las dos facultades en toda forma [ …] pues si estoy capaz de desempeñar esta comisión; también lo estaré de obtener los despachos que me corresponden como a cualquier facultativo.

Cornelio Saavedra, brigadier en jefe del Ejército, pidió informes al director del Instituto. 

El 5 de noviembre Argerich contestó indignado. 

Celebró un descubrimiento admirable y original, pues hasta ahora ningún autor nos ha manifestado cuál es esta disposición para una enfermedad que sólo se contrae por contagio, ya de un infectado, ya del aire que nos circunda. 

Aclaró que el nombrado podía desempeñarse como cirujano segundo, bajo la inspección de un primero, y agregó: si se halla incapaz de encargarse de la salud de sus semejantes ¿cómo tiene la criminal impavidez de asistir ya hace dos años a cuantos enfermos lo solicitan? [ …]. Esto, Señor, merece una seria reflexión, y al mismo tiempo un riguroso castigo. 

Resulta curioso que Argerich denunciara esta irregularidad sólo cuando Sánchez se negó a ir al ejército. 

No sería venturoso suponer que el castigo consistiera en mandarlo al Tucumán y, así, despojarlo de su clientela civil.

Argerich no se detuvo allí. Sostuvo que el argumento de no haber terminado los estudios era una impostura intolerable. 

El reglamento previene que el curso debe completarse en seis años, y él ya los tiene cumplidos. 

Es una malicia refinada decir que le faltan algunos tratados: ha dado en toda su extensión la medicina y cirugía teórica y práctica. 

Sólo le resta el tratado de partos, y como no se va a los ejércitos a partear, se ve bien la clase de malicia de esta excusa. 

Agregó que de todos modos el dictado de la asignatura de partos había sido suprimido por la falta de las máquinas y modelos necesarios y de un establecimiento para mantener mujeres en el acto del parto. 

Con ello Argerich sugería que el plan de estudios no se cumplía y, por lo tanto, los estudiantes podían revalidarse y ejercer -aun atender a parturientas- sin cursar una cátedra ‘innecesaria’. 

Pero también se abstuvo de indicar que los ejércitos estaban, en realidad, poblados por mujeres que acompañaban a la tropa.

Argerich también explicó que el año anterior había convocado a examen final, pero que los estudiantes a una voz me contestaron que no se hallaban capaces de verificarlo, cuando me constaba, como que era su maestro, que no sólo podían dar exámenes regulares, sino sobresalientes. 

Pero supe por informes reservados y exactos que habían formado este complot, para [ … ] eludir la salida a los ejércitos a servir una patria que les ha dado gratis estudios tan brillantes y costosos. 

¡Qué patriotismo! Saavedra sentenció en el mismo tono: acusó a los jóvenes de cometer un crimen e insistió en la deuda contraída con el Estado al obtener de manera gratuita unos conocimientos que no dejan de emplear en beneficio suyo. 

Agregó que cuando el Estado los necesita se acogen a una ignorancia que no tienen y a una falta de títulos que no ha sido un obstáculo para ejercer su profesión hasta la fecha. 

Observó que la necesidad de nombrar cirujanos americanos hacía surgir siempre los mismos tres nombres, que entran eternamente en terna para salir a cualquier ejército, cuando ya han hecho campañas y están cargados de obligaciones. 

Pero ni Saavedra ni Argerich podían reconocer que el Instituto, al hacerse militar, había creado un problema insoluble: los jóvenes no estudiaban por la gloria que obtendrían en la guerra, sino por la posibilidad de ejercer la medicina en la ciudad.

Como muestran los legajos del Archivo General de la Nación, Argerich recomendaba al ejército incorporar a las filas –fuera de las normas del Protomedicato- a estudiantes que todavía no habían reunido todos los requisitos para ejercer la profesión médica. 

Pero, como destacó Sánchez, al volver (si volvían) eran nuevamente considerados alumnos y obligados a terminar las prácticas que les faltaban.

Esta situación llevaba a que proliferaran los estudiantes pero no los médicos. 

Sea por enrolarlos sin concluir los estudios, o porque los estudiantes descubrieron que dilatar los exámenes los salvaba de la frontera o las campañas revolucionarias, el Instituto produjo más alumnos permanentes que graduados al servicio de la Nación. 

Un caso similar mucho más célebre fue Francisco Xavier Muñiz, que logró postergar sus exámenes alegando salud calamitosa. 

Estas irregularidades, similares a las observadas entre los médicos coloniales –es decir, sus maestros-, serían uno de los motivos de la supresión del Instituto Médico Militar.

A comienzos de la década siguiente, las instituciones coloniales y revolucionarias empezaron a ser disueltas: entre 1821 y 1822, además de suprimirse los Cabildos, el Protomedicato fue reemplazado por el tribunal de Medicina, como órgano civil para revalidar los títulos. 

En el marco de las reformas de Martín Rodríguez, la formidable liquidación de las estructuras políticas de la década de 1810, como las llama Luis Alberto Romero, en septiembre de 1821, se cerró el Instituto Médico.

Un mes antes se había creado el Departamento de Medicina de la nueva Universidad de Buenos Aires y ese año se instalaba la Academia de Medicina. 

El Instituto no sobrevivió pero muchos de sus profesores se reacomodaron a las nuevas circunstancias. 

Y aunque por un tiempo Argerich hijo, Romero y Montúfar fueron acusados de extranjeros y oportunistas, el tiempo y los biógrafos, que todo lo borran, lograron apagar el furor de las pasiones que enceguese a los hombres y los conduce al precipicio, como rezaba un libelo de la época, para que Mayo pudiera resplandecer como el sol de la nueva Nación.”

Lecturas sugeridas

– BELTRÁN JR, 1937, Historia del Protomedicato de BuenosAires, El Ateneo, Buenos Aires.
– ClGNOLI F, 1951, La sanidad y el cuerpo médico de los ejércitos libertadores. Guerra de la independencia (1810-1828), Rosario.
– LANNING JT, 1985, The Royal Protomedicato. The Regulation of the Medical Profession in the Spanish Empire, editado por JJ TePaske, Duke Universíty Press, Durham NC.
– MIGUEZ E, 2003, ‘Guerra y orden social en los orígenes de la nación argentina, 1810-1880’, Anuario IEHS,18, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.
– PALCOS A, 1943, Nuestra ciencia y Francisco Javier Muñiz. El sabio. El héroe, Universidad Nacional de La Plata.
– POMATA G y SIRAISI N (eds.), 2006, Historia; Empiricism and Erudition in Early Modern Europe, MIT Press, Cambridge (Mass.).

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