Carlos Juan Finlay y Barrés, hijo de padre escocés y madre francesa, nació en Camagüey, Cuba, el 3 de
diciembre de 1833 y murió —convertido en un benefactor de la humanidad— el 19 de agosto de 1915 en
la ciudad de la Habana. En homenaje a su contribución a la salud pública mundial, hago estas reflexiones
sobre su legado científico, vinculado con el descubrimiento del Aedes aegypti como vector de la fiebre amarilla
Finalizando el día 3 de diciembre de 2024, la NOTICIA DEL DÍA no quiere dejar de rendir un Homenaje a la Memoria del Dr. Carlos Juan Finlay cuya fecha de nacimiento en Cuba en 1833 diera lugar a la Conmemoración del Día Panamericano del Médico, celebración anual que tiene lugar en esa fecha, promovido por la Organización Panamericana de la Salud en 1953.
La fecha fue propuesta por la Federación Médica Argentina a través del profesor Remo Bergoglio durante el Congreso Panamericano de Medicina celebrado en 1953 en Dallas, Texas, y fue promovido por la Organización Panamericana de la Salud (OPS)*
A tales efectos, esta columna transcribirá un texto del año 2015 del Dr. Héctor Gómez-Dantés en la revista Salud Pública de México**.
Vale comentar que el mencionado, profesor Gómez-Dantés es médico de profesión y durante los últimos 25 años sus principales esfuerzos de investigación se han centrado en la transmisión, vigilancia, prevención y control de enfermedades transmitidas por vectores.
El profesor Gómez-Dantés se formó en los laboratorios de la División de Dengue de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos en Puerto Rico.
Desarrolló una evaluación de proyectos de control del dengue en Cuba, Guatemala, México, Uruguay, Argentina, Colombia y Brasil para el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) y ha trabajado para la Organización Panamericana de la Salud (OPS) como consultor de dengue en varias misiones.
Actuó como coordinador del diseño del plan de eliminación de la malaria para la región mesoamericana financiado por la Fundación Bill y Melinda Gates, el gobierno español, el Instituto de Salud Carlos Slim y el Instituto de Salud Global de Barcelona.
Actualmente coordina la Iniciativa Ecosalud para el control de enfermedades transmitidas por vectores en América Latina apoyada por el IDRC.
También trabaja como investigador y docente en el Instituto Nacional de Salud Pública (México).
El profesor Gómez-Dantés es egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Programa de Capacitación en Epidemiología de Campo de los CDC, con una maestría en Medicina Comunitaria de la London School of Hygiene & Tropical Medicine.
También obtuvo una maestría de la Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health.
El artículo conmemorativo señala de inicio que a la mayoría de los lectores, el nombre de Carlos J. Finlay seguramente les dice muy poco, y menos aún les dice la fiebre amarilla, pues gracias a este hombre ésta dejó de ser un padecimiento digno de titulares periodísticos o suplementos en revistas científicas.
Sin embargo, una mirada al pasado nos enseña que las epidemias de fiebre amarilla, importada por el comercio de esclavos africanos, eran una condena de muerte para miles de europeos (ingleses, franceses, portugueses y españoles) que se lanzaron en diferentes momentos al continente americano en búsqueda de fortuna y nuevos territorios.
Por ejemplo, los registros de las primeras epidemias en Veracruz datan de 1648.
Al momento de la «Guerra de los 10 años» con España (1868-1878) la fiebre amarilla ya estaba plenamente establecida; sólo en la Habana ocurrieron 11590 defunciones entre los soldados españoles antes de que pudieran disparar una sola bala.
Si bien los isleños, al estar inmunes, vieron una ventaja estratégica en la disminución de tropas invasoras, la fiebre amarilla se convirtió también en un enemigo comercial para la isla pues desde Cuba se embarcaban cientos de buques hacia otros puertos –particularmente a los Estados Unidos-, lo que originó que al sufrirse el embate de las epidemias en Boston o Filadelfia, siempre se identificó a la Habana como fuente del contagio.
Aunque parezca inverosímil, la fiebre amarilla se convirtió en la excusa perfecta para que los estadounidenses le demandaran a España el pago por daños y pérdidas comerciales, y con ello perfilar la invasión a la isla para desplazarlos de ese punto estratégico para el comercio.
Además, les permitió culpar a los isleños de ser incapaces de vivir en condiciones decorosas y seguras para los navíos, tripulaciones y comerciantes asentados en la isla, por lo que no vacilaron en imponer el orden militar para proteger los negocios y las empresas colonialistas.
Si bien la invasión de Estados Unidos a la isla de Cuba tuvo seguramente otros motivos, la fiebre amarilla les otorgó un pretexto formidable para justificar el desembarco de las tropas.
Este era el contexto social y político en el que creció Carlos J. Finlay, quien desde pequeño fue educado en Inglaterra y Francia, tal como dictaban los cánones sociales de la época.
Siguiendo los pasos de su padre, estudió medicina en la Jefferson Medical College en Filadelfia, donde se doctoró en 1855.
Después de varios intentos por instalarse en Lima y Paris logró establecerse en Matanzas y después en La Habana, donde se casó en 1865 con Adela Shine, hija de unos hacendados ingleses y natural de la isla de Trinidad.
No ajeno al estudio de las epidemias de cólera, fiebre tifoidea, tuberculosis etc., se dedicó al estudio de la fiebre amarilla que afectaban a nativos y colonos por igual.
Muchos fueron los años dedicados al estudio de esta enfermedad para tratar de encontrar en los efluvios atmosféricos los miasmas responsables de tan devastadoras epidemias.
Después de 15 años dedicados a la investigación infructuosa, el Dr. Finlay tuvo la paciencia de redirigir sus investigaciones, las cuales rompieron los paradigmas de los anticontagionistas y miasmáticos que dominaban el escenario «científico» de la época, hasta llegar a la conclusión de que la transmisión de la infección se realizaba a partir de un agente intermediario, que finalmente fue identificado como la hembra del Aedes aegypti.
En 1881 Finlay fue a Washington como representante del gobierno colonial ante la Conferencia Sanitaria Internacional.
Allí presentó por primera vez su hipótesis sobre la transmisión de la fiebre amarilla, la cual fue recibida con indiferencia, frialdad y escepticismo, hasta ser sujeto de escarnio.
De regreso a Cuba, realizó experimentos con voluntarios y no sólo comprobó su hipótesis, sino que también descubrió que el individuo infectado quedaba inmunizado contra futuros ataques de la enfermedad.
Como nota al margen, debemos recordar que fue hasta 1895 cuando el Mayor Sir Ronald Ross descubrió al anófeles como el vector de la malaria, razón por la cual recibió el premio Nobel en 1902.
Por más de 20 años los postulados de Finlay fueron ignorados, y fue hasta el final de la guerra hispano-estadounidense cuando se volvieron a revisar sus trabajos y experimentos.
El médico militar William Crawford Gorgas fue nombrado jefe superior de sanidad en La Habana en diciembre de 1898 tras fracasar en sus repetidos intentos de erradicar la fiebre amarilla de Santiago de Cuba.
A iniciativa de Finlay, se creó la Comisión Cubana de la Fiebre Amarilla que, siguiendo las indicaciones del médico cubano de atacar a los mosquitos y aislar a los enfermos, en sólo siete meses hizo desaparecer de Cuba esta enfermedad (1901).
Si bien ésta fue una exitosa intervención sanitaria, también se convirtió en una herramienta muy poderosa para el desarrollo de la salud pública colonialista, que enarbolaba la dominación de las tierras inhóspitas como una acción que velaba por los intereses económicos de las empresas invasoras y la protección del comercio por encima de la salud de los mineros, agricultores, cultivadores del hule y corcho, y de trabajadores de cualquier otra actividad económica asociada con el cultivo de azúcar, arroz o café.
El control sanitario tuvo pues dos impactos políticos importantes: mantener la salud de las tropas y de los administradores colonialistas para ejercer y mantener el control y las reglas coloniales y, en segundo lugar, legitimar como benévola y civilizatoria la intervención colonialista.
Después de terminado el dominio de los Estados Unidos en 1909, las autoridades cubanas también entendieron que mantener la isla sin fiebre amarilla era una garantía para conservar su independencia.
Este evento fue inmerecidamente atribuido a los médicos militares estadounidenses Walter Reed y William Gorgas, junto a su amigo Jesse William Lazear (muerto de fiebre amarilla inoculada por un mosquito), quienes se llenaron de reconocimientos, condecoraciones, premios e, inclusive, del nombramiento de diferentes instituciones académicas en Panamá y Estados Unidos, lo que dio una faceta nueva al colonialismo científico.
Respaldados por la Fundación Rockefeller, estos militares se han paseado por la historia como los grandes investigadores, cuando el verdadero artífice de la teoría y su comprobación fue el médico cubano.
La gloria del doctor Gorgas se consolidó cuando finalmente fue enviado a sanear el Istmo de Panamá a fin de poder completar la construcción del canal que ya había cobrado más de 20000 vidas y llevado a los franceses a la bancarrota.
Aplicando los mismos principios indicados por el doctor Finlay, se cimentaron las bases sanitarias y de higiene para proteger a la masa de trabajadores de los embates de la fiebre amarilla y del paludismo, y así poder terminar esta gran obra de ingeniería.
La dimensión que toma el control de la fiebre amarilla en la construcción del canal de Panamá es de tal magnitud que podemos imaginar que si los franceses hubieran conocido la obra de Carlos J. Finlay, el control económico del continente americano estaría hoy en manos francesas y no de los estadounidenses.
Si bien existe una placa en el Canal de Panamá que reconoce la contribución del doctor Carlos J. Finlay en el éxito de esta magna obra, los créditos siempre se han inclinado por los médicos militares norteamericanos.
En 100 años pasan muchas cosas.
La isla de Cuba es el único escenario en el continente que todavía mantiene controlado al vector Aedes aegypti, aunque no se ha liberado del yugo del dengue, otra infección transmitida por el mismo vector de la fiebre amarilla.
Mientras la región de las Américas se desgasta elaborando estrategias contra el vector, las enseñanzas del Dr. Finlay aún siguen vigentes aunque desplazadas por el uso intensivo de insecticidas.
En días recientes se festejó el aniversario 89 del natalicio del comandante Fidel Castro y tan sólo un día después, el 14 de agosto, se restablecieron las relaciones bilaterales entre Cuba y Estados Unidos con la apertura de la embajada norteamericana en el malecón habanero.
Es lamentable que el 19 de agosto de 2015, justo a 100 años de la muerte del Dr. Finlay, la fecha pasara inadvertida y no se recuerde que la lucha de un hombre contra una de las más temibles epidemias fue despojada de un merecido reconocimiento por los mismos intereses colonialistas que hoy vuelven a abrir las puertas de su influencia en la isla.
Héctor Gómez Dantés***